Al observar mi pequeña biblioteca con sus estantes y colección de libros, me pregunto: ¿Cuál fue? ¿Qué libro me consumió el pensamiento y la memoria? Miraba título tras título, recordando un momento o un fragmento particular. Fue recién cuando dejé de buscar que se me reveló la respuesta a esta pregunta y descubrí que ha estado presente conmigo día y noche, incluso en mis sueños. Pero ese libro no está en mi estante. Desde que accedí a su maravillosa secuencia de palabras, esa combinación mágica de una letra con otra, me persigue el fantasma de un libro.
Recuerdo el día perfectamente. En aquel momento trabajaba en un centro médico y los pacientes entraban y salían constantemente:
…terminé todas mis tareas laborales y bajo a conversar un rato con mis compañeros. Dos médicos atienden a una persona en la otra sala mientras yo me acomodo en una silla. Cerca del escritorio, veo un libro. Tapa negra, título en letras blancas y una imagen: un gran escritor argentino con una periodista. Aunque me resulta un libro igual otros, al mismo tiempo, algo llama mi atención y siento que debo leerlo. Recorro sus hojas, como cuando alguien baraja un mazo de cartas: rápido y lento a la vez. El aroma a libro usado se esparce en el aire. Se notan los años y todos los lectores que lo han recorrido. Aprecio la tapa, muevo una hoja tras otra, hasta llegar al prólogo y empiezo a leer…
Recuerdo haber leído sobre su rutina, el comienzo de su día, la cepillada de dientes y la taza de té. Recuerdo el trayecto desde su casa hasta la biblioteca. Recuerdo al guardia que lo recibe con una sonrisa, aunque él jamás la verá. Recuerdo el detalle del sonido de sus pasos cuando ingresa a la Biblioteca Nacional.
Y luego no recuerdo más.
Porque cuando los médicos salieron de la otra sala, volví a colocar el libro en el escritorio. El paciente que salió con ellos recuperó aquella colección de palabras hermosas y se retiró. Sonreí amablemente, aunque por dentro grité para que me devolviera aquel libro. La angustia cesó porque eventualmente descubrí que al día siguiente el paciente volvería y podría leer la siguiente hoja.
Ese otro día jamás llegó. A la mañana siguiente me informaron que debía abandonar mi trabajo por problemas monetarios de la empresa. Maldigo sorprendida mientras algunos saludan con alegría, como si en realidad renunciara o tuviera algo mejor por delante. A pesar de la situación, solo pensé “No voy a poder leer el libro”.
Esa noche me fui a dormir pensando en el hombre que trabajaba en la Biblioteca Nacional. A la mañana siguiente recordé su cepillada de dientes y su desayuno. Mi cama fue una gran compañera durante ese tiempo y yo deseaba esa rutina.
Cuando por fin abandoné la habitación y la sensación lúgubre de ese momento, me impuse dos metas: no darme por vencida y encontrar ese gran libro.
La primera meta se cumplió, la segunda continúa pendiente. Cada vez que paso por una librería, ingreso, camino los pasillos, reviso cada estante y no lo encuentro. Siempre termino comprando otro.
Cada vez que salgo del local pienso en Serendipity, una película absurda sobre una mujer obsesionada con el destino. Ella le propone al hombre: “Escribo mi nombre y número de teléfono en este libro, lo vendo en una librería y si algún día lo encuentras, espero tu llamado”. Solo así ella podía asegurarse que estaban destinados a estar juntos. Pobre hombre. Cada vez que pasaba por una librería, desesperado buscaba El Amor en los Tiempos de Cólera y abría la tapa en pos de ese número.
No puedo evitarlo: soy como ese protagonista intentando conseguir lo imposible. Todos los días voy, pregunto por Borges, sus días y su tiempo de María Esther Vazquez, porque espero el día en el que abra esa tapa y descubra un poco más sobre aquel maravilloso hombre.
Felicitaciones Bren. Me gusta cómo narrás la historia y la fluidez de las palabras.
Recuerdo ese libro y recuerdo que al terminar de leerlo mi postura frente al autor del que habla cambió radicalmente.
Una vez más, felicitaciones por la narración